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24 octubre, 2019

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {6}

MARTES TRECE.


Abrió la puerta de la sala número seis y cruzó el pequeño pasillo con paso ligero, las luces ya estaban apagadas y la oscuridad lo inundaba todo. Hacía varios minutos que la película había empezado, era la primera vez que llegaba tarde al cine. Subió las escaleras intentando pasar desapercibida, al menos sabía que su asiento estaba en la última fila, prácticamente vacía a excepción de una sola persona, así no interrumpiría a nadie.

Se sentó y dejó su bolso en el asiento libre de su izquierda, a la derecha, un hombre corpulento le sonreía a modo de saludo. Ella le devolvió la sonrisa y fijó su vista en la pantalla, respirando hondo, pausadamente y sentándose tan cómoda como esa butaca le permitía.

El olor de las palomitas, que impregnaba la sala y sus fosas nasales, le hizo recordar que tenía hambre, hacía mucho que no probaba bocado. Era martes trece, un día lleno de supersticiones y para ella había sido un día de locos.

Su gato negro había desaparecido de la noche a la mañana, él nunca se escapaba y, de alguna inexplicable forma, consiguió salir de un sexto piso completamente cerrado, ¿cómo estaría? ¿A dónde habría ido? ¿Volvería a verlo alguna vez? Esperaba que sí, con todas sus fuerzas.

Como si la huida de su gato no fuese suficiente, esa misma mañana su mejor amiga y ella discutieron después de que ésta descubriese su secreto mejor guardado. Y, además, en medio de la discusión, con el calor y los nervios, le había confesado por fin que la quería, que llevaba años enamorada de ella. ¿Cómo podría mirarla a la cara a partir de ahora? Y los más importante… ¿Volvería ella a dirigirle la palabra?

Sin duda, su suerte nunca mejoraba y, visto lo visto, nunca lo haría.

Por el rabillo del ojo pudo ver cómo el hombre sentado a su lado la observaba desde hacía tiempo. Quedaba bastante claro que la película no le estaba gustando. Movió lentamente su mano por el reposabrazos hasta rozar la de la chica, deteniéndose ahí. La hacía sentir incómoda. Ella bajó la vista hacia su mano y luego le miró a él. Sonreía con picardía. Su bigote era horrendo.

—Tienes unas piernas preciosas —susurró mientras miraba sus muslos en la oscuridad. —Por la forma en que mirabas antes la comida del tío de delante diría que tienes hambre, si te apetece podemos ir al restaurante italiano de la esquina cuando termine la película, ¿qué opinas?

Ella lo miró de arriba abajo. Después de varios segundos en silencio le contestó.

—Opino que tienes razón en una cosa. Estoy hambrienta. —Puso su mano sobre la de él, agarrándola suavemente. —Pero no necesito ir a ningún italiano, tengo la comida que quiero justo frente a mí.

Su sonrisa se esfumó y el desconcierto reflejado en su rostro dejó paso a una profunda expresión de terror cuando vislumbró el brillo en los colmillos de la chica, quien, en un abrir y cerrar de ojos, se abalanzó sobre él. Por más que lo intentó no pudo huir del agarre de su mano y ella, impaciente, hundió sus colmillos en su cuello.

Tras dejarle literalmente seco, se mudó a la fila delantera y, procurando ser silenciosa, continuó con su cena.

De las quince personas que pagaron su entrada para la sesión de medianoche, sólo salieron once de la sala.

La chica se limpió los restos de sangre que corrían por la comisura de sus labios y se marchó del cine feliz por primera vez en el día. No podría volver allí hasta dentro de unos cuantos meses, cuando llegara a casa tendría que buscar otro lugar para su próxima comida. Era una pena, en su opinión, los cines son el mejor lugar donde comer sin molestias.

08 diciembre, 2016

La estación.


Kiss me hard before you go


¿Alguna vez tuviste la sensación de que alguien iba a jugar un papel importante en tu vida?

Dijo la chica del vestido negro después de dejar la cerveza encima de la barra del bar.

- No lo sé –contestó dudosa su acompañante del vestido azul marino y pelo castaño.

Las palabras que había dicho su amiga revoloteaban en su cerebro, insistiendo en quedarse grabadas en él.
Agachó la cabeza y miró la copa que tenía entre sus manos, con la que jugueteaba desde hacía media hora y que aún seguía vacía. Sus ojos se fijaron en sus dedos, el pintauñas que había utilizado tres días atrás ahora estaba resecándose y cayéndose a trocitos. No había tenido tiempo para arreglárselas, ni siquiera para pasar por casa esas últimas noches. Su vista se detuvo cuando recorrió sus largos dedos hasta donde éstos empezaban. Ahí estaba. La marca del anillo que llevaba hace tan sólo tres días atrás. El anillo que él le regaló y que mostraba con cierto orgullo. Se había acostumbrado tanto a él que parecía que lo tenía desde hace años.
Apartó rápidamente la mirada, conteniendo las lágrimas que se amontonaban y se desesperaban por querer salir. No quería volver atrás, volver a estar estancada en sus recuerdos, volver a tropezar con la misma piedra que siempre llevaba su nombre.

Miró a su amiga, que no dejaba de sonreír al camarero de tez morena que se encargaba de servirle las bebidas. Ésta movía, cada cierto tiempo, la mano derecha sobre la barra, haciendo sonar los pequeños golpecitos que daba con sus uñas sobre ésta. Lo solía hacer cuando estaba aburrida o nerviosa. Y supo que estaba siendo una carga para ella. Nunca se lo diría en voz alta para no parecer egoísta y cruel, pero sabía que se arrepentía de haberle ofrecido su piso para quedarse esos días y sabía que estaba harta de tener que aguantar sus llantos y su desconsuelo. 
A la mañana siguiente se iría, cogería su bolso y se despediría de su amiga. Pondría rumbo a otra parte, pero ¿a qué otra parte? Ya no tenía a dónde ir. Volvía a estar en la misma situación que cuando llegó a la ciudad. Aquella noche no la podría olvidar. Al igual que tampoco podría olvidarle a él. Y entonces empezó a recordar.

                                                                                                                                       

- Oye, ¿dónde estás? Son la una y media de la madrugada y acabo de llegar a la ciudad. Se me hizo tarde y no pude coger el tren que tenía planeado, pero ya estoy aquí. Llámame rápido en cuanto oigas este mensaje porque me estoy quedando sin batería y no sé si el móvil aguantará mucho tiempo encendido. No recuerdo la calle de tu piso. ¿Puedes venir a recogerme? Estoy en…

La llamada se cortó y no tuvo tiempo de decirle dónde se encontraba, tendría que haber cargado el móvil antes de salir, pero con las prisas no había tenido tiempo de nada. Metió el aparato en el bolso con decepción. ¿Qué haría ahora? Su amiga era lista, en seguida se daría cuenta de que estaría en la estación esperándola. Pero si había estado de fiesta, cosa que era muy probable, no se acordaría de ir a buscarla.

Como no tenía otra cosa que hacer, salió a la entrada de la estación para esperar. No estaba acostumbrada a ver tantas luces encendidas en plena madrugada ni a tanta gente merodeando con prisas por la calle. Simplemente, no estaba acostumbrada a la ciudad, su vida en el campo le había parecido suficiente hasta ahora.

Aunque llevaba un largo y confortable abrigo, el frío se colaba por los agujeros más pequeños y la hacía temblar un poco. Caminó hasta la pared más cercana y, con la espalda apoyada en ella, se dejó caer cuidadosamente hacia el suelo. No le importaba manchar el bonito vestido que llevaba puesto esa noche, ya no le importaba tanto estar perfecta para él.

Era tarde y estaba cansada y dolida, pronto las lágrimas empezaron a salir de sus ojos en un pequeño sollozo. Encogió las piernas hasta poder esconder su cara en sus rodillas, no quería que la gente la viese, era ya una costumbre esconderse para llorar.

- Disculpe, señorita.

No quiso levantar la mirada, de todas formas, no estaba segura de si esas palabras iban dirigidas a ella.

- Eh, señorita. –el calor de una mano puesta en su hombro la sobresaltó y no tuvo más remedio que alzar la cabeza.

Sus ojos se toparon con los ojos azulados de un chico. Éste la miraba confundido y quizá algo preocupado por encontrarla tirada en el suelo y llorando a esas horas de la madrugada.

- ¿Se encuentra bien? –dijo colocándose delante de ella.

La chica, rápidamente, se secó las lágrimas del rostro con el dorso de la mano.

- Sí, estoy… Estoy bien, gracias. –dijo titubeando.

- ¿Está segura? Porque no lo parece.

- Muy segura. –sentenció poniéndose de pie- Estoy esperando a alguien, así que puede irse, gracias.

Su cuerpo estaba en tensión y en estado de alerta. Ese chico estaba siendo muy maleducado con tanta insistencia e invadiendo su espacio personal de aquella manera, acercándose a ella como si fueran dos simples amigos.

- ¡Oh! Lo siento, no quería parecer un maleducado –dijo dando varios pasos hacia atrás. ¿Acaso le estaba leyendo la mente?- No se asuste, no quiero hacerle nada, simplemente pensé que le pasaba algo grave.

- Pues ya ve que no.

- Sí, está bien… Hasta pronto. –se despidió con una sonrisa, a la que ella contestó con otra, y esta vez sincera, por primera vez en el día.

Después de pasar diez o quince minutos sola de nuevo, ya había perdido la noción del tiempo, sopesó la idea de entrar en el único bar abierto de esa zona y que se encontraba justo frente a la calle de la estación.
Quizá calentarse un poco y tomar algo que le despejase un poco la mente no le vendría mal, estaba un tanto cansada de pensar demasiado y de darle vueltas al mismo asunto. Así que, tras vacilar un poco, por fin se decidió a pasar un rato en aquel bar que rezaba “Bar La Estación” en el cartel de la entrada. Por lo que podía ver de dentro, a través de la cristalera, no parecía tener tan mala pinta.
Abrió la puerta con cuidado, no quería llamar mucho la atención. Nada más entrar sintió el ambiente cargado del local. Paseó su mirada por el lugar rápidamente, tan sólo había una pareja muy acaramelada en un rincón, un grupo de unos cinco amigos, demasiado borrachos ya para recordar siquiera sus nombres, un par de hombres solitarios en la barra agarrados a sus cervezas y un chico, que se le hacía familiar, hablando animadamente por teléfono. 
El chico que se le había acercado antes. 
Esperando no hacer demasiado ruido con los tacones, caminó desde la entrada hasta el fondo del bar, donde se encontraba la barra. Se sentó en uno de los muchos taburetes libres y pidió un vodka.

- Hola otra vez. –comentó el chico alegremente sentándose a su lado.

- ¡Vaya! Qué casualidad encontrarle aquí. –dijo ella sarcásticamente.

- No, yo no creo en las casualidades. –hizo un gesto al camarero para que le sirviese lo mismo que estaba tomando ella- Pero sí creo en el destino.

Ella sonrió disimuladamente.

Estuvieron unos minutos en silencio, cada uno dando sorbos a su bebida y mirando hacia el frente.

- ¿Dónde está esa persona que venía a recogerla? ¿La ha dejado plantada?

- ¿Disculpe? Creo que eso no es asunto suyo. –respondió con cierto tono de enfado en sus palabras.

Era increíble cómo ese chico conseguía hacerla sonreír un minuto y hacerla sentir ofendida al siguiente.

- Lo siento, no quería ofenderla. Simplemente me preocupo por usted, pasear por estos barrios a estas altas horas de la noche no es seguro. Y mucho menos para alguien como usted.

- ¿Alguien como yo? ¿Acaso lo dice porque soy mujer?

- No, en absoluto. Lo digo porque, ¡mírese! –exclamó señalándola con la mano y moviéndola de arriba abajo- Su ropa grita desde lejos que tiene dinero y ese collar que lleva, apuesto a que no vale tan sólo tres euros.

- No, tienes razón. –dijo tocándose instintivamente el collar con la mano derecha.

El chico rió ante la cara de preocupación que había adoptado ella ante la idea de que la asaltase algún ladrón en algún callejón sin salida.

- Bueno, se ve que no eres de aquí. ¿Qué te ha traído a la ciudad? -empezó a tutearla.

- Vengo a quedarme unos cuantos días con una amiga. De hecho, debería estar ya en su casa, pero no consigo recordar dónde era.

- ¿Y por qué no la llamas?

- Es lo que he hecho. Nada más llegar le dejé un mensaje para que viniese a recogerme, pero mi móvil se quedó sin batería antes de poder decirle dónde estaba.

- Eso sí es un problema.

- No me digas…

Tras observarla durante un rato, su expresión de desesperación, sus ojos marrones cansados de llorar, su mirada perdida en el fondo del vaso, su forma de colocarse hacia atrás el pelo castaño que le caía por los hombros hasta la cintura… Supo que debía ayudar a esa mujer, que se había encontrado con ella por alguna razón.

- Ten mi móvil. –dijo de pronto sacando de su bolsillo el aparato y entregándoselo a la chica- Puedes llamar a tu amiga y decirle dónde estás.

- Gr… Gracias. Muchas gracias.

Se levantó del taburete y se alejó un poco, marcó un número tras dudar un par de segundos y, con el móvil en la oreja, daba pequeñas vueltas de un lado a otro.
Hablaba precipitadamente y se entrecortaba un par de veces, probablemente escuchando lo que su amiga le estuviese diciendo al otro lado del teléfono, tras una breve pausa la expresión de su rostro pasó de alivio a sorpresa. Se despidió con un simple “hasta ahora” y cortó la llamada, soltando un breve suspiro.
Se quedó mirándole desde donde estaba, se acercó a él, le devolvió el móvil junto con un “gracias”, cogió su bolso del asiento, pagó la bebida, se lo colgó al hombro y se despidió de él con prisas y agradeciéndole de nuevo el gesto.

Fuera estaba aún más oscuro, algunas farolas de la calle habían apagado las luces antes de lo previsto. Se acercó al borde de la acera, no pasaban muchos coches por la zona, pero tenía la esperanza de poder encontrar algún taxi.

- ¿Qué ha pasado? –sonó una voz detrás de ella.

- Te agradezco que me hayas dejado utilizar tu teléfono, pero ahora tengo que irme.

- Su amiga ya viene a recogerla.

- Mm… No exactamente. Me ha dado la dirección de su casa, estaba buscando un taxi.

- ¿No podía venir a buscarla ella?

- Ha estado en una boda y está algo bebida. No ha querido coger el coche.

- Entiendo.

- Además, esto no es asunto tuyo, no sé por qué se empeña en seguirme a todas partes. Al final va a resultar que sí que es un asesino psicópata.

- Te puedo asegurar que no soy ningún asesino.

- Ya claro, eso lo decís todos.

Los dos se miraron, ella con cierta molestia y él con pesadez, hasta que una carcajada brotó de la garganta de ella y él no tuvo más remedio que sonreír.

- Perdona, me he puesto un poco melodramática.

- No pasa nada, lo comprendo.

- Es toda esta situación, no he tenido un buen día y estoy algo cansada.

- Disculpas aceptadas, señorita. –dijo él en un tono que a ella le causó gracia- Entonces… ¿Amigos?

Le tendió la mano sin dejar de mirarla a los ojos. Una extraña sensación hizo que diera unos pasos hacia el frente, que se acercara sin miedo al chico, y con la mano izquierda agarró la derecha de éste.

- Amigos. –respondió ella con una amplia sonrisa.

Cuando sus manos se tocaron, supo que no tenía por qué preocuparse. Comenzó a sentir algo hacia él: confianza. Y era la primera vez que sentía que podía confiar en alguien.

- ¿Sabes? Acabo de tener una muy buena idea.

- ¿Ah sí? –se interesó ella, alzando una ceja.

- Ahora que somos amigos, ¿qué te parece si vamos conociéndonos mejor?

- ¿A qué te refieres?

- Bueno… Había pensado en acompañarte a casa.

La cara de la chica mostraba confusión.

- Los taxis a esta hora son más caros y te va a ser difícil encontrar uno por aquí, podríamos ir andando hasta la casa de tu amiga.

- Ni siquiera te he dicho dónde vive, ¿cómo sabes que no vamos a tardar horas en llegar hasta allí caminando?

- No lo sé… Intuición, supongo. ¿Está muy lejos?

Ella negó con la cabeza. La insistencia de ese chico no dejaba de sorprenderla.

- Me ha dicho que está a una media hora de aquí. Si se va en coche, claro.

- ¡Pues andando! Supongo que querrás llegar antes de mañana.

- Es que…

- ¡Vamos! Te prometo, al menos, que esta noche no te aburrirás.

Le volvió a ofrecer su mano, estaba suspendida ahí, en el aire, esperando una respuesta.
Era de locos aceptar ir por la calle de noche con un completo desconocido, pero el corazón le decía otra cosa. No sabía cómo, pero tenía la sensación de que con él estaría segura.
Así que entrelazó su mano con la de él y se dejó llevar.

Tardaron más de lo previsto en llegar a su destino, sin duda, la noche había sido especial para los dos.
Ella rió más de lo que había reído esos últimos años, esos últimos días. Se paraban en cada calle, disfrutando de lo que ofrecía la noche en esos rincones y de las, a veces, extrañas personas con las que se cruzaban.  Se contaron cosas de sus vidas, quiénes eran, el por qué estaban allí. Él le contó que había crecido en esa ciudad, pero que ahora vivía en otra algo más alejada, había vuelto para asistir al evento más importante en la vida de su amigo, la primera exposición de sus obras en un famoso local. Ella le contó cómo había tirado su anillo de compromiso a las vías del tren unas cuantas horas antes, le contó que al día siguiente era su boda y que esa mañana, su prometido, el hombre con el que llevaba cinco años y que pensaba era el indicado, había cancelado la boda porque se había dado cuenta de que ya no la amaba. Comieron en un pequeño restaurante, bailaron en la pista, junto con las demás parejas, unas cuantas canciones. Se abrazaron. Y se besaron cuando ya habían llegado al portal de la casa.

El chico le dijo que no volviera a su casa, que se volviesen a ver. Le contó que no sólo el destino quería que estuviesen juntos. Ella dudaba, lo había pasado mejor que bien, le había hecho olvidar todo lo malo, pero se resistía, no se conocían casi. No podía huir.

Sin prisas, se despidieron, no querían separarse, pero cedieron. Él le dijo que se lo pensase, que dentro de dos días se marcharía, cogería un tren y volvería a casa. Le dijo que la esperaría, en la estación, donde se conocieron. Su tren saldría a las siete y media.

No se volvieron a ver durante los dos días siguientes. A veces, cuando su amiga no la mantenía ocupada, pensaba en él. No se habían dicho sus nombres, tampoco había hecho falta. Era lo menos importante.

                                                                                                                                       

- ¿Alguna vez tuviste la sensación de que alguien iba a jugar un papel importante en tu vida? –dijo la chica del vestido negro después de dejar la cerveza encima de la barra del bar.

- No lo sé –contestó dudosa su acompañante del vestido azul marino y pelo castaño- Sí, creo que sí. –dijo de pronto como en un susurro y soltando un breve suspiro.

Sin pensárselo dos veces, agarró su bolso, se despidió de su amiga con un beso y miró el reloj. 
Las siete y veinticinco. 
Tendría que correr. 

09 noviembre, 2016

Historia de Écume.

PARTE 1.

- Hola… -saludó tímidamente.

No sabía exactamente qué hacía ahí, ni siquiera recordaba por qué motivo había aceptado la invitación. Supuso que lo único que quería era sentirse algo más normal, algo más como los demás, con sus despreocupaciones, sus ganas y ansias por la vida, su valentía a la hora de afrontar las cosas más cotidianas.
Les envidiaba, ella quería ser como ellos.
Tampoco era mucho pedir.
Era lo único que deseaba y lo único que se le resistía. A veces parecía que por fin lo conseguía, que conseguía integrarse y pasar desapercibida. Otras veces, era todo lo contrario.

La saludaron casi todos al unísono. Eran como borregos, pequeños e idénticos borregos que se seguían unos a otros y se imitaban entre sí.
Por lo menos esa era la impresión que le causaban.

En el mismo momento en que llegó allí supo que había sido un gran error, aún seguía sin entender por qué tuvo que elegirlos a ellos, eran tan simples, tan vacíos y vulgares que la hacían sentir fuera de lugar a cada segundo que pasaban juntos.
Los había conocido tan sólo un par de días antes y ya salía con ellos porque eran las únicas personas con las que se había relacionado en ese maldito lugar.

Las horas pasaban y no conseguía reunir el suficiente valor para largarse. Simplemente se limitaba a seguirles, dando a entender que era una más.

No paraban de discutir y de hablar sobre tonterías que ni conocía ni tan siquiera le interesaban.
Lo peor de todo era cuando le hablaban a ella. Todos se giraban y veía unas cuantas miradas inquisitivas asustándola, unas cuantas cabezas que la hacían pensar a menudo en si tal vez habría algo dentro de ellas. En esos momentos se limitaba a asentir, siempre con una sonrisa. Pero no escuchaba lo que le decían. Su mente estaba en otro lugar, lejos de allí, queriendo escapar. Su mano derecha tirando de la manga izquierda de su jersey, con fuerza, estrujándola, esperando a que pasara el tiempo.

En instantes como ese sólo deseaba huir, en busca del mar, y adentrarse en él para volver a casa. Había sido un error no escuchar a su padre cuando le dijo que se arrepentiría si subía a la superficie, pero no hizo caso, como de costumbre, a sus palabras. Y se hundía en sus emociones, rabia, tristeza y anhelo, porque sólo quería estar en su hogar, ese al que no la dejaban regresar. 


01 noviembre, 2016

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {5}

31 DE OCTUBRE.


No tenía que estar ahí en ese momento.
No tenía que haberle hecho caso a los estúpidos de sus compañeros.
No tenía que haber entrado.
No hoy, el 31 de octubre.
No a esas horas de la noche, cuando la Luna se sitúa en su punto más alto y la oscuridad lo inunda todo.
Le tenía miedo a la oscuridad y, sin embargo, ahí estaba, aventurándose a lo desconocido en plena noche.
“Eso debería de ser suficiente para ellos”, se quejó el chico varias veces en su cabeza. Pero no sirvió de nada.
Había miles y miles de historias de miedo que recorrían el pueblo a través de las bocas de cada uno de sus habitantes pero, sin duda, había una vieja leyenda en especial que hacía estremecerse a cualquier niño. Se decía que en esas remotas tierras vivían, desde hacía cientos de generaciones, una familia de brujas que actualmente se mantenían bien escondidas bajo la ordinaria apariencia de abuelas, madres e hijas.

Al parecer, las odiadas e incomprendidas brujas cometieron un crimen muchísimos años atrás: asesinaron a todo aquel que quiso, sin éxito, atraparlas, encadenarlas a la tortura y a la exhibición. Pero, a cambio, ellas se resistieron y maldijeron a los habitantes del pueblo, condenando a los hombres a ser pecadores de nacimiento y a las mujeres a sufrir.
Nadie creía ya en esas historias, simplemente eran cuentos que se usaban para asustar a los niños y mandarlos rápido a dormir. Sin embargo, desde hacía un tiempo, cada noche del 31 de octubre, desaparecía del pueblo un niño de entre diez y trece años. Al principio se pensaba que los niños simplemente habían huido, que se habían fugado a la gran ciudad, hartos de la sensación de asfixia que les producía aquel desastroso y chismoso pueblo pero, cuando las desapariciones se convirtieron en algo habitual, alguien les echó la culpa a las brujas y, por más extraño que pareciese, todos le dieron la razón.

A partir de entonces fue cuando comenzó, como era de esperar, la histeria colectiva entre los habitantes. “Viven a sus anchas entre nosotros, podría ser cualquiera, podría ser nuestra vecina de toda la vida”, decían rabiosos. Y así, poco a poco, fueron creciendo el miedo y las acusaciones entre ellos. Se servían de cualquier cosa que les pareciera anormal, por pequeña que esta fuese, para culpar a su vecina, a su mejor amiga e incluso a la hermana del sacerdote.
Todos se vigilaban y todos conocían los pecados de los demás.
Todos asumían que eran mujeres, las brujas, las que eran culpables de todo el sufrimiento del pueblo.


La mañana de ese 31 de octubre, Bill había salido de la escuela aterrorizado y preguntándose una y otra vez por qué fue tan estúpido como para aceptar el reto.
Sus compañeros se reían siempre de él. Era el chico de catorce años más débil y asustadizo de la clase, por esa razón, Adam -quien aún tenía un año menos que él-, siempre conseguía humillarle delante de los demás. Ese día Bill estaba cansado de sus burlas y, sacando el valor que nunca imaginó tener, decidió plantarle cara a su abusador.

“Al parecer el chico tiene agallas”, decía riéndose a carcajadas, haciendo reír al resto. “Si tan valiente crees que eres para hablarme de esa forma, te desafío”.
“Yo… Yo… No quería…”, a Bill no le salían las palabras en ese momento, le asustaba lo que Adam pudiese hacer.
“Yo… Yo… Yo”, se burlaba él. “Si logras hacer lo que te voy a pedir, dejaré de meterme contigo para siempre”, sentenció.
“Está bien, lo haré”, dijo convencido.
Que Adam no le volviese a molestar era una sugerencia muy tentadora.
“Muy bien”, se quedó pensando unos segundos. “Quiero que entres esta noche, a las doce, en el laberinto”.
“Trato hecho. A las doce estaré ahí” y, dicho esto, se dio media vuelta y se alejó con paso lento y seguro hacia su casa, aparentando que lo que acababa de hacer no le importaba en absoluto.

El laberinto, situado a las afueras del pueblo, era un enorme y lúgubre camino hacia la libertad que muy pocos se atrevían a pisar.
Si se atravesaba la salida norte, se llegaba a una carretera que conducía a la gran ciudad pero, hasta el momento, nadie había conseguido atravesarlo.
Se rumoreaba que entre sus paredes de hojas y flores secas se reunían las brujas después del anochecer, rumores que aumentaban cada vez que se oían ruidos siniestros y pequeñas risitas procedentes del interior.
En un par de ocasiones los hombres del pueblo se adentraron en el laberinto, pero nunca veían nada. Esto tranquilizaba un poco a Bill, una parte de él se convencía de que todo eran fantasías, pero otra, la que había escuchado esas risas con sus propios oídos, no albergaba ninguna esperanza.

“Piensa en alguna canción alegre”, se dijo el muchacho mientras atravesaba la entrada del laberinto con una vela encendida y las piernas temblorosas.
En su cabeza comenzó a tararear algo que no se parecía a ninguna canción que hubiese escuchado, el miedo que estaba empezando a sentir le producía escalofríos y le hacía perder la concentración, así que se rindió. “De todas formas, eso de cantar es una tontería”, se intentó convencer a sí mismo.

Mientras más avanzaba, más angustiado se sentía, la oscuridad de la medianoche le impedía ver gran parte del camino y, acababa de caer en que no había dejado pistas que luego le indicasen el camino de vuelta, cuando oyó el inconfundible sonido de unas pisadas. Eran unas pisadas fuertes y rápidas, como si alguien estuviese corriendo en círculos. Y entonces lo oyó, esas risitas que conocía tan bien, pero ahora eran más fuertes y se escuchaban a la perfección. Se quedó quieto un momento, agudizando el oído y pudo distinguir que pertenecían a varias personas, concretamente a tres niñas. Se estremeció. No quería seguir adelante, pero hizo un trato y lo que menos le apetecía era quedar otra vez como un cobarde. Además, pensándolo bien, el ya tenía catorce años y las brujas solo se llevaban a niños que, como máximo, habían cumplido los trece. Suspiró aliviado tras pensar en ello, así que siguió su camino. Mientras más cerca se encontraba del centro del laberinto, más calor hacía y más ruidos oía.

Y fue justo en ese momento, al rodear una de las paredes, cuando se quedó paralizado.
La escena que podía observar delante de él era como una visión, si no le hubiese dolido al pellizcarse habría creído que tan solo era un mal sueño. Las mujeres de la familia Skelton se encontraban justo ahí, de pie, formando un círculo alrededor de un enorme caldero. La abuela, las hijas e incluso las nietas que solo tenían seis años. Nunca se habría imaginado que fuesen ellas. Estaban pronunciando un montón de frases en un idioma completamente extraño para Bill, tenían bastones que golpeaban contra el suelo, formando una melodía y vestían todas unos trajes de color negro azabache.

Cuando por fin pudo reaccionar, decidió darse la vuelta y salir cuanto antes de ahí, pero la vela se tambaleó en sus manos y cayó. Como si estuvieran sincronizadas, ellas giraron la cabeza en su dirección y en lo único que pudo fijarse Bill fue en el caldero que reposaba sobre el fuego. Dentro estaba, flotando, la cabeza de un niño de pelo corto y rubio. Adam. 



31 octubre, 2016

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {4}


PESADILLA.


Gritó.
Gritó, gritó y gritó.
Pero fuera de esas paredes no había nadie que pudiera salvarla.
Sin embargo, no se rindió, siguió luchando dando puñetazos contra la puerta por si alguien conseguía oírla.
De pronto las cuatro paredes que la rodeaban se convirtieron en espejos. Enormes espejos que reflejaban por todas partes su silueta. Se miraba y no se reconocía. No, esa no era ella.
En lugar de su pelo rubio ceniza, lo que caía desde su cabeza era una enorme masa de pelo gris oscuro que le tapaba gran parte de la cara, la cual no podía distinguir.
Los espejos empezaron a moverse, se iban juntando lentamente hacia el centro. Iban a aplastarla.
Cuando estuvieron lo bastante cerca de ella, vio con claridad su aspecto. Estaba completamente pálida, con un color azulado y un sinfín de arrugas que le recorrían todo el rostro. Sus ojos profundamente negros proporcionaban una mirada de malicia y perspicacia.
Ella, aterrorizada y paralizada delante de aquella imagen perturbadora, observó cómo la figura del espejo la señalaba con un dedo raquítico y se reía a carcajadas, dejando ver una boca desprovista de dientes.
Empezó a llorar desesperada y a dar puñetazos y patadas contra los espejos. No sabía qué más hacer. Creía que rompiéndolos podría salir de ahí. Pero no obtuvo resultados. Cada vez el espacio se hacía más y más pequeño, apretándola contra ellos, hasta que ya no quedaba espacio para respirar.

Se despertó sudando en mitad de la noche. Su respiración se entrecortaba y los latidos de su corazón iban más rápido de lo normal. Se quedó mirando al frente, esperando que se le pasase el susto, una vez que sus pulsaciones volvieron a la normalidad, acercó su mano a la pequeña mesa que se encontraba al lado de su cama y cogió el despertador. Marcaba las 3:10 de la madrugada. Tenía que levantarse pronto ese día y sabía que no conseguiría volver a quedarse dormida. Estiró de nuevo el brazo para dejar el despertador en su sitio y encendió la luz de la lámpara que yacía sobre la mesilla. Eso fue lo peor que pudo haber hecho esa noche.
Cuando la poca luz de la lámpara iluminó a duras penas la habitación, su cuerpo se paralizó y su boca, rápidamente, se abrió, desencajada por la situación.

La mujer vieja y arrugada de su sueño estaba ahí, delante de ella, en la esquina de la habitación, señalándola con su dedo. Y, esa risa que nunca olvidará, comenzó a retumbar entre las cuatro paredes. 



30 octubre, 2016

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {3}


NOCHE DE TORMENTA.


Fueron tan sólo uno o dos segundos en los que fui completamente consciente de ello.
Pero aún lo recuerdo a la perfección.
Eran días de tormenta.
Esas tormentas que hacen golpear las ramas de los árboles contra tu ventana.
Normalmente no tengo miedo pero ahora estoy aterrorizada.
En mitad de la noche me despertó aquel extraño ruido.
Parecían cortas y ágiles pisadas en el piso superior.
“No es nada”, pensé mientras me sentaba en la cama.
“Quizá es un estúpido ratón”, me dije intentando convencerme.
Pero yo odiaba los ratones, así que me dirigí a la puerta y salí al frío pasillo.
Subí las escaleras hasta el segundo y último piso donde se encontraba la habitación que usaba como trastero.
Hacía varios meses que no la limpiaba, así que era un lugar perfecto para los insectos y alimañas.
El silencio se adueñó de pronto de la casa, ya no se oían truenos ni las gotas de lluvia sonar contra el techo y las ventanas.
Entonces pude oír mejor.
Acerqué la oreja a la puerta y escuché.
Escuché lo que nunca tendría que haber escuchado.
Era como el sonido de un enorme bulldog chupando, comiendo y masticando, con sus babas cayéndole a los lados del hocico.
Pero eso no era posible. No tenía ningún perro en casa.
Un sentimiento de valentía me recorrió las venas en ese momento y abrí la puerta de par en par.
Mis piernas fallaron un par de segundos.
Y lo único que se me ocurrió fue volver a dejar la puerta cerrada y salir corriendo.
Todo había pasado muy rápido, pero una vez en la calle, el viento helado me dio un buen bofetón que me hizo despertar.
Entonces recordé lo que había visto.
Mientras corría por la acera, con la lluvia empapándome por completo el pijama. 
Recordé a la bestia negra y peluda que apareció ante mis ojos al abrir la puerta.
Y sus enormes ojos marrones se fijaron en mí y su mirada penetró en mi interior.
Recordé la sangre que le recorría la boca y a los ratones que yacían en el suelo sin cabeza.
Y cómo me di cuenta de que esos eran el entrante y yo el primer plato de su menú.
Recordé que tenía a esa cosa encerrada en mi casa.
Y recordé con exactitud el momento en el que grité. 



11 octubre, 2015

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {2}


LA VENGANZA SE SIRVE CON SANGRE.


Despierta recubierta de sangre en la cama, pero no en la suya sino en otra que reconoce a la perfección. 
Aún así tiene la mente todavía algo aturdida, lo último que recuerda es estar en el sofá del salón de su casa, sentada con la vista fija en el móvil, esperando la llamada de aquel que se hace llamar "su amigo", ese al que pilló traicionándola hace tan sólo un par de días. 

Pero, ¿cómo pudo llegar anoche desde su casa hasta aquí, sola y andando los casi 100 Kilómetros de distancia que separan a las dos viviendas? 



Se lleva la mano a la cabeza instintivamente cuando se pone en pie, le duele como nunca antes, incluso es peor que cuando tiene resaca y no recuerda haber vuelto a beber desde aquella última fiesta en la que vomitó sobre los zapatos de su madre, cuando ésta la estuvo esperando despierta al regresar a casa. 

De pronto reprime un grito ahogado. 

Tirado en el suelo, a los pies de la cama, está su amigo... Sin pulso, con la piel pálida, los ojos en blanco, expresión asustada y envuelto en un enorme charco de sangre.

Da un pequeño salto sobre él y a toda prisa se mete en el baño, abre el grifo y se lava la cara, ahora los recuerdos de la noche anterior se forman claros en su cabeza y... Sonríe.

Ahí están. Sus preciosos colmillos bien afilados ahora manchados de rojo







10 octubre, 2015

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {1}


SU VERDADERO YO.


Abrió el periódico de ese día y no encontró más que noticias que estaba harta de ver día tras día: que si políticos corruptos, que si desempleo, que si recortes, etc.

Cansada de lo mismo, se sentía disgustada e impotente al ver todo esto, por ello, cerró el periódico y miró la fecha: 23 de Abril de 2016.

¡Vaya! Habían pasado ya cuatro meses desde que llegó aquí y le había cogido tanto cariño en tan poco tiempo que parecía casi increíble.

Pero había llegado el día y tenía que dejar a un lado sus sentimientos, al fin y al cabo su misión sólo era recibir y cumplir órdenes.

La puerta del salón se abrió y su compañera de piso entró arreglada y sofocada.

- Elizabeth. -le dijo casi sin aliento- Me voy ya, no quiero llegar tarde, que para una entrevista de trabajo que consigo...

- Buena suerte -consiguió decir antes de que su compañera desapareciese.

Una vez se quedó sola, se quitó el traje de chica mona y su cuerpo deforme, gris, escamoso y pegajoso salió a la luz. Estaba harta de ocultar su verdadero yo. Al segundo recibió una llamada.

- Ha llegado la hora -le comunicó- Estamos en camino, la Tierra será destruida.