23 diciembre, 2015

Efervescente.

La puerta se abrió y se cerró de golpe, con un estrepitoso sonido.
Por fin salía de ese espantoso lugar, sentía que se ahogaba por minutos, tantas preguntas que no sabía cómo responder…
La mirada de él puesta en ella, inspeccionándola. Cada uno de sus gestos, cada uno de sus movimientos.
Odiaba sentirse observada, odiaba sentirse juzgada.
Y entonces ese nudo en la garganta otra vez.
No podía respirar, no le salían las palabras.
Por lo que, cuando al fin el hombre pronunció el conocido “ya hemos terminado por hoy”, le sobraron segundos para salir corriendo de allí.

 


El aire de la calle la hizo sentir bien, la hizo sentir mejor.



Libre.




Pero aún no se había acostumbrado al sol, haber pasado tanto tiempo a oscuras tenía sus inconvenientes.
Agachó la cabeza instintivamente cuando notó los rayos del sol irritándole los ojos y se entretuvo un par de calles más arriba para colocarse el pelo, no soportaba que el viento estropease su flequillo.

Era la hora de la comida, pero no tenía hambre.
No sabía qué hacer, tampoco sabía a dónde ir, eso de no saber nada se estaba volviendo habitual últimamente.
El no tener todavía recuerdos la impacientaba, era como si, al despertar de un sueño, la hubiesen metido en el cuerpo de otra persona, en alguien a quien nunca había visto.

Llevó su mano izquierda al bolsillo de su pantalón vaquero, buscando algo, pero allí no había nada. Se olvidó por un instante de que el doctor le acababa de quitar el móvil, le prohibía usarlo durante un tiempo, “estás asustando a la gente con tus llamadas”, le había dicho.
Menuda excusa.
 
Llegó al parque que siempre tenía que recorrer para llegar a casa, ese que le producía unos sentimientos extraños.
Se sentó en el primer banco vacío que vio y se quedó allí, observando a la gente pasar por delante de ella, inspeccionando sus gestos, sus ropas, sus conversaciones.

Se imaginaba sus vidas, intentando reconstruir la suya.

Entonces apareció un chico, con un andar lento, que iba hablando por el móvil y que, sin saber por qué, le había llamado la atención.
“Escucha, Amanda. Te devolveré todas tus cosas si eso es lo que quieres, pero ahora ¡déjame en paz!”, gritaba al aparato mientras seguía su camino, alejándose.

“Amanda”, repitió la chica en su cabeza varias veces.

Era un bonito nombre, pensó. Le había gustado y, sin darle más vueltas, decidió que ese sería su nombre a partir de ahora.

Así que se levantó con la energía que había perdido al entrar esa mañana en la consulta del doctor y se dispuso a vivir la vida que, esta vez, llevaría siendo Amanda. 



09 diciembre, 2015

Lamentos.

Rosas amarillas que caen a sus pies. 
Las manos que las tiran, 
temblorosas, 
se alzan al momento, 
hacia el cielo.

Un inocente 
suplicando el perdón 
de los mentirosos. 

Los pétalos afortunados
que se lleva el viento, 
se confunden con los otros 
y se escapan recorriendo el suelo. 

Ahora nadie se adueñará de ellos.
Nadie sonreirá al verlos. 
Ya no queda paz 
entre tanto tormento. 

Las manos temblorosas,
frías como sus sentimientos, 
caen a sus costados. 
No hay más remordimientos