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24 octubre, 2019

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {6}

MARTES TRECE.


Abrió la puerta de la sala número seis y cruzó el pequeño pasillo con paso ligero, las luces ya estaban apagadas y la oscuridad lo inundaba todo. Hacía varios minutos que la película había empezado, era la primera vez que llegaba tarde al cine. Subió las escaleras intentando pasar desapercibida, al menos sabía que su asiento estaba en la última fila, prácticamente vacía a excepción de una sola persona, así no interrumpiría a nadie.

Se sentó y dejó su bolso en el asiento libre de su izquierda, a la derecha, un hombre corpulento le sonreía a modo de saludo. Ella le devolvió la sonrisa y fijó su vista en la pantalla, respirando hondo, pausadamente y sentándose tan cómoda como esa butaca le permitía.

El olor de las palomitas, que impregnaba la sala y sus fosas nasales, le hizo recordar que tenía hambre, hacía mucho que no probaba bocado. Era martes trece, un día lleno de supersticiones y para ella había sido un día de locos.

Su gato negro había desaparecido de la noche a la mañana, él nunca se escapaba y, de alguna inexplicable forma, consiguió salir de un sexto piso completamente cerrado, ¿cómo estaría? ¿A dónde habría ido? ¿Volvería a verlo alguna vez? Esperaba que sí, con todas sus fuerzas.

Como si la huida de su gato no fuese suficiente, esa misma mañana su mejor amiga y ella discutieron después de que ésta descubriese su secreto mejor guardado. Y, además, en medio de la discusión, con el calor y los nervios, le había confesado por fin que la quería, que llevaba años enamorada de ella. ¿Cómo podría mirarla a la cara a partir de ahora? Y los más importante… ¿Volvería ella a dirigirle la palabra?

Sin duda, su suerte nunca mejoraba y, visto lo visto, nunca lo haría.

Por el rabillo del ojo pudo ver cómo el hombre sentado a su lado la observaba desde hacía tiempo. Quedaba bastante claro que la película no le estaba gustando. Movió lentamente su mano por el reposabrazos hasta rozar la de la chica, deteniéndose ahí. La hacía sentir incómoda. Ella bajó la vista hacia su mano y luego le miró a él. Sonreía con picardía. Su bigote era horrendo.

—Tienes unas piernas preciosas —susurró mientras miraba sus muslos en la oscuridad. —Por la forma en que mirabas antes la comida del tío de delante diría que tienes hambre, si te apetece podemos ir al restaurante italiano de la esquina cuando termine la película, ¿qué opinas?

Ella lo miró de arriba abajo. Después de varios segundos en silencio le contestó.

—Opino que tienes razón en una cosa. Estoy hambrienta. —Puso su mano sobre la de él, agarrándola suavemente. —Pero no necesito ir a ningún italiano, tengo la comida que quiero justo frente a mí.

Su sonrisa se esfumó y el desconcierto reflejado en su rostro dejó paso a una profunda expresión de terror cuando vislumbró el brillo en los colmillos de la chica, quien, en un abrir y cerrar de ojos, se abalanzó sobre él. Por más que lo intentó no pudo huir del agarre de su mano y ella, impaciente, hundió sus colmillos en su cuello.

Tras dejarle literalmente seco, se mudó a la fila delantera y, procurando ser silenciosa, continuó con su cena.

De las quince personas que pagaron su entrada para la sesión de medianoche, sólo salieron once de la sala.

La chica se limpió los restos de sangre que corrían por la comisura de sus labios y se marchó del cine feliz por primera vez en el día. No podría volver allí hasta dentro de unos cuantos meses, cuando llegara a casa tendría que buscar otro lugar para su próxima comida. Era una pena, en su opinión, los cines son el mejor lugar donde comer sin molestias.

01 noviembre, 2016

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {5}

31 DE OCTUBRE.


No tenía que estar ahí en ese momento.
No tenía que haberle hecho caso a los estúpidos de sus compañeros.
No tenía que haber entrado.
No hoy, el 31 de octubre.
No a esas horas de la noche, cuando la Luna se sitúa en su punto más alto y la oscuridad lo inunda todo.
Le tenía miedo a la oscuridad y, sin embargo, ahí estaba, aventurándose a lo desconocido en plena noche.
“Eso debería de ser suficiente para ellos”, se quejó el chico varias veces en su cabeza. Pero no sirvió de nada.
Había miles y miles de historias de miedo que recorrían el pueblo a través de las bocas de cada uno de sus habitantes pero, sin duda, había una vieja leyenda en especial que hacía estremecerse a cualquier niño. Se decía que en esas remotas tierras vivían, desde hacía cientos de generaciones, una familia de brujas que actualmente se mantenían bien escondidas bajo la ordinaria apariencia de abuelas, madres e hijas.

Al parecer, las odiadas e incomprendidas brujas cometieron un crimen muchísimos años atrás: asesinaron a todo aquel que quiso, sin éxito, atraparlas, encadenarlas a la tortura y a la exhibición. Pero, a cambio, ellas se resistieron y maldijeron a los habitantes del pueblo, condenando a los hombres a ser pecadores de nacimiento y a las mujeres a sufrir.
Nadie creía ya en esas historias, simplemente eran cuentos que se usaban para asustar a los niños y mandarlos rápido a dormir. Sin embargo, desde hacía un tiempo, cada noche del 31 de octubre, desaparecía del pueblo un niño de entre diez y trece años. Al principio se pensaba que los niños simplemente habían huido, que se habían fugado a la gran ciudad, hartos de la sensación de asfixia que les producía aquel desastroso y chismoso pueblo pero, cuando las desapariciones se convirtieron en algo habitual, alguien les echó la culpa a las brujas y, por más extraño que pareciese, todos le dieron la razón.

A partir de entonces fue cuando comenzó, como era de esperar, la histeria colectiva entre los habitantes. “Viven a sus anchas entre nosotros, podría ser cualquiera, podría ser nuestra vecina de toda la vida”, decían rabiosos. Y así, poco a poco, fueron creciendo el miedo y las acusaciones entre ellos. Se servían de cualquier cosa que les pareciera anormal, por pequeña que esta fuese, para culpar a su vecina, a su mejor amiga e incluso a la hermana del sacerdote.
Todos se vigilaban y todos conocían los pecados de los demás.
Todos asumían que eran mujeres, las brujas, las que eran culpables de todo el sufrimiento del pueblo.


La mañana de ese 31 de octubre, Bill había salido de la escuela aterrorizado y preguntándose una y otra vez por qué fue tan estúpido como para aceptar el reto.
Sus compañeros se reían siempre de él. Era el chico de catorce años más débil y asustadizo de la clase, por esa razón, Adam -quien aún tenía un año menos que él-, siempre conseguía humillarle delante de los demás. Ese día Bill estaba cansado de sus burlas y, sacando el valor que nunca imaginó tener, decidió plantarle cara a su abusador.

“Al parecer el chico tiene agallas”, decía riéndose a carcajadas, haciendo reír al resto. “Si tan valiente crees que eres para hablarme de esa forma, te desafío”.
“Yo… Yo… No quería…”, a Bill no le salían las palabras en ese momento, le asustaba lo que Adam pudiese hacer.
“Yo… Yo… Yo”, se burlaba él. “Si logras hacer lo que te voy a pedir, dejaré de meterme contigo para siempre”, sentenció.
“Está bien, lo haré”, dijo convencido.
Que Adam no le volviese a molestar era una sugerencia muy tentadora.
“Muy bien”, se quedó pensando unos segundos. “Quiero que entres esta noche, a las doce, en el laberinto”.
“Trato hecho. A las doce estaré ahí” y, dicho esto, se dio media vuelta y se alejó con paso lento y seguro hacia su casa, aparentando que lo que acababa de hacer no le importaba en absoluto.

El laberinto, situado a las afueras del pueblo, era un enorme y lúgubre camino hacia la libertad que muy pocos se atrevían a pisar.
Si se atravesaba la salida norte, se llegaba a una carretera que conducía a la gran ciudad pero, hasta el momento, nadie había conseguido atravesarlo.
Se rumoreaba que entre sus paredes de hojas y flores secas se reunían las brujas después del anochecer, rumores que aumentaban cada vez que se oían ruidos siniestros y pequeñas risitas procedentes del interior.
En un par de ocasiones los hombres del pueblo se adentraron en el laberinto, pero nunca veían nada. Esto tranquilizaba un poco a Bill, una parte de él se convencía de que todo eran fantasías, pero otra, la que había escuchado esas risas con sus propios oídos, no albergaba ninguna esperanza.

“Piensa en alguna canción alegre”, se dijo el muchacho mientras atravesaba la entrada del laberinto con una vela encendida y las piernas temblorosas.
En su cabeza comenzó a tararear algo que no se parecía a ninguna canción que hubiese escuchado, el miedo que estaba empezando a sentir le producía escalofríos y le hacía perder la concentración, así que se rindió. “De todas formas, eso de cantar es una tontería”, se intentó convencer a sí mismo.

Mientras más avanzaba, más angustiado se sentía, la oscuridad de la medianoche le impedía ver gran parte del camino y, acababa de caer en que no había dejado pistas que luego le indicasen el camino de vuelta, cuando oyó el inconfundible sonido de unas pisadas. Eran unas pisadas fuertes y rápidas, como si alguien estuviese corriendo en círculos. Y entonces lo oyó, esas risitas que conocía tan bien, pero ahora eran más fuertes y se escuchaban a la perfección. Se quedó quieto un momento, agudizando el oído y pudo distinguir que pertenecían a varias personas, concretamente a tres niñas. Se estremeció. No quería seguir adelante, pero hizo un trato y lo que menos le apetecía era quedar otra vez como un cobarde. Además, pensándolo bien, el ya tenía catorce años y las brujas solo se llevaban a niños que, como máximo, habían cumplido los trece. Suspiró aliviado tras pensar en ello, así que siguió su camino. Mientras más cerca se encontraba del centro del laberinto, más calor hacía y más ruidos oía.

Y fue justo en ese momento, al rodear una de las paredes, cuando se quedó paralizado.
La escena que podía observar delante de él era como una visión, si no le hubiese dolido al pellizcarse habría creído que tan solo era un mal sueño. Las mujeres de la familia Skelton se encontraban justo ahí, de pie, formando un círculo alrededor de un enorme caldero. La abuela, las hijas e incluso las nietas que solo tenían seis años. Nunca se habría imaginado que fuesen ellas. Estaban pronunciando un montón de frases en un idioma completamente extraño para Bill, tenían bastones que golpeaban contra el suelo, formando una melodía y vestían todas unos trajes de color negro azabache.

Cuando por fin pudo reaccionar, decidió darse la vuelta y salir cuanto antes de ahí, pero la vela se tambaleó en sus manos y cayó. Como si estuvieran sincronizadas, ellas giraron la cabeza en su dirección y en lo único que pudo fijarse Bill fue en el caldero que reposaba sobre el fuego. Dentro estaba, flotando, la cabeza de un niño de pelo corto y rubio. Adam. 



31 octubre, 2016

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {4}


PESADILLA.


Gritó.
Gritó, gritó y gritó.
Pero fuera de esas paredes no había nadie que pudiera salvarla.
Sin embargo, no se rindió, siguió luchando dando puñetazos contra la puerta por si alguien conseguía oírla.
De pronto las cuatro paredes que la rodeaban se convirtieron en espejos. Enormes espejos que reflejaban por todas partes su silueta. Se miraba y no se reconocía. No, esa no era ella.
En lugar de su pelo rubio ceniza, lo que caía desde su cabeza era una enorme masa de pelo gris oscuro que le tapaba gran parte de la cara, la cual no podía distinguir.
Los espejos empezaron a moverse, se iban juntando lentamente hacia el centro. Iban a aplastarla.
Cuando estuvieron lo bastante cerca de ella, vio con claridad su aspecto. Estaba completamente pálida, con un color azulado y un sinfín de arrugas que le recorrían todo el rostro. Sus ojos profundamente negros proporcionaban una mirada de malicia y perspicacia.
Ella, aterrorizada y paralizada delante de aquella imagen perturbadora, observó cómo la figura del espejo la señalaba con un dedo raquítico y se reía a carcajadas, dejando ver una boca desprovista de dientes.
Empezó a llorar desesperada y a dar puñetazos y patadas contra los espejos. No sabía qué más hacer. Creía que rompiéndolos podría salir de ahí. Pero no obtuvo resultados. Cada vez el espacio se hacía más y más pequeño, apretándola contra ellos, hasta que ya no quedaba espacio para respirar.

Se despertó sudando en mitad de la noche. Su respiración se entrecortaba y los latidos de su corazón iban más rápido de lo normal. Se quedó mirando al frente, esperando que se le pasase el susto, una vez que sus pulsaciones volvieron a la normalidad, acercó su mano a la pequeña mesa que se encontraba al lado de su cama y cogió el despertador. Marcaba las 3:10 de la madrugada. Tenía que levantarse pronto ese día y sabía que no conseguiría volver a quedarse dormida. Estiró de nuevo el brazo para dejar el despertador en su sitio y encendió la luz de la lámpara que yacía sobre la mesilla. Eso fue lo peor que pudo haber hecho esa noche.
Cuando la poca luz de la lámpara iluminó a duras penas la habitación, su cuerpo se paralizó y su boca, rápidamente, se abrió, desencajada por la situación.

La mujer vieja y arrugada de su sueño estaba ahí, delante de ella, en la esquina de la habitación, señalándola con su dedo. Y, esa risa que nunca olvidará, comenzó a retumbar entre las cuatro paredes. 



30 octubre, 2016

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {3}


NOCHE DE TORMENTA.


Fueron tan sólo uno o dos segundos en los que fui completamente consciente de ello.
Pero aún lo recuerdo a la perfección.
Eran días de tormenta.
Esas tormentas que hacen golpear las ramas de los árboles contra tu ventana.
Normalmente no tengo miedo pero ahora estoy aterrorizada.
En mitad de la noche me despertó aquel extraño ruido.
Parecían cortas y ágiles pisadas en el piso superior.
“No es nada”, pensé mientras me sentaba en la cama.
“Quizá es un estúpido ratón”, me dije intentando convencerme.
Pero yo odiaba los ratones, así que me dirigí a la puerta y salí al frío pasillo.
Subí las escaleras hasta el segundo y último piso donde se encontraba la habitación que usaba como trastero.
Hacía varios meses que no la limpiaba, así que era un lugar perfecto para los insectos y alimañas.
El silencio se adueñó de pronto de la casa, ya no se oían truenos ni las gotas de lluvia sonar contra el techo y las ventanas.
Entonces pude oír mejor.
Acerqué la oreja a la puerta y escuché.
Escuché lo que nunca tendría que haber escuchado.
Era como el sonido de un enorme bulldog chupando, comiendo y masticando, con sus babas cayéndole a los lados del hocico.
Pero eso no era posible. No tenía ningún perro en casa.
Un sentimiento de valentía me recorrió las venas en ese momento y abrí la puerta de par en par.
Mis piernas fallaron un par de segundos.
Y lo único que se me ocurrió fue volver a dejar la puerta cerrada y salir corriendo.
Todo había pasado muy rápido, pero una vez en la calle, el viento helado me dio un buen bofetón que me hizo despertar.
Entonces recordé lo que había visto.
Mientras corría por la acera, con la lluvia empapándome por completo el pijama. 
Recordé a la bestia negra y peluda que apareció ante mis ojos al abrir la puerta.
Y sus enormes ojos marrones se fijaron en mí y su mirada penetró en mi interior.
Recordé la sangre que le recorría la boca y a los ratones que yacían en el suelo sin cabeza.
Y cómo me di cuenta de que esos eran el entrante y yo el primer plato de su menú.
Recordé que tenía a esa cosa encerrada en mi casa.
Y recordé con exactitud el momento en el que grité. 



11 octubre, 2015

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {2}


LA VENGANZA SE SIRVE CON SANGRE.


Despierta recubierta de sangre en la cama, pero no en la suya sino en otra que reconoce a la perfección. 
Aún así tiene la mente todavía algo aturdida, lo último que recuerda es estar en el sofá del salón de su casa, sentada con la vista fija en el móvil, esperando la llamada de aquel que se hace llamar "su amigo", ese al que pilló traicionándola hace tan sólo un par de días. 

Pero, ¿cómo pudo llegar anoche desde su casa hasta aquí, sola y andando los casi 100 Kilómetros de distancia que separan a las dos viviendas? 



Se lleva la mano a la cabeza instintivamente cuando se pone en pie, le duele como nunca antes, incluso es peor que cuando tiene resaca y no recuerda haber vuelto a beber desde aquella última fiesta en la que vomitó sobre los zapatos de su madre, cuando ésta la estuvo esperando despierta al regresar a casa. 

De pronto reprime un grito ahogado. 

Tirado en el suelo, a los pies de la cama, está su amigo... Sin pulso, con la piel pálida, los ojos en blanco, expresión asustada y envuelto en un enorme charco de sangre.

Da un pequeño salto sobre él y a toda prisa se mete en el baño, abre el grifo y se lava la cara, ahora los recuerdos de la noche anterior se forman claros en su cabeza y... Sonríe.

Ahí están. Sus preciosos colmillos bien afilados ahora manchados de rojo







10 octubre, 2015

¡Una de miedo y ficción doble, por favor! {1}


SU VERDADERO YO.


Abrió el periódico de ese día y no encontró más que noticias que estaba harta de ver día tras día: que si políticos corruptos, que si desempleo, que si recortes, etc.

Cansada de lo mismo, se sentía disgustada e impotente al ver todo esto, por ello, cerró el periódico y miró la fecha: 23 de Abril de 2016.

¡Vaya! Habían pasado ya cuatro meses desde que llegó aquí y le había cogido tanto cariño en tan poco tiempo que parecía casi increíble.

Pero había llegado el día y tenía que dejar a un lado sus sentimientos, al fin y al cabo su misión sólo era recibir y cumplir órdenes.

La puerta del salón se abrió y su compañera de piso entró arreglada y sofocada.

- Elizabeth. -le dijo casi sin aliento- Me voy ya, no quiero llegar tarde, que para una entrevista de trabajo que consigo...

- Buena suerte -consiguió decir antes de que su compañera desapareciese.

Una vez se quedó sola, se quitó el traje de chica mona y su cuerpo deforme, gris, escamoso y pegajoso salió a la luz. Estaba harta de ocultar su verdadero yo. Al segundo recibió una llamada.

- Ha llegado la hora -le comunicó- Estamos en camino, la Tierra será destruida.