06 octubre, 2015

Carta de una desconocida -- Stefan Zweig.

<<   Pero una noche, por fin, te diste cuenta. Te había visto venir a lo lejos y me obligué a no esquivarte. La casualidad quiso que un camión que estaba descargando dejara poco espacio en la calle y tuviste que pasar tan cerca de mí que me rozaste. Tu mirada distraída me acarició sin quererlo y en el acto, en cuanto se encontró con la atención de mis ojos, se convirtió en aquella manera tuya de mirar a las mujeres -cómo me estremecieron los viejos recuerdos-, esa mirada tierna que te envuelve y a la vez te desnuda, que te rodea y casi te toca, la misma que una vez había despertado en mí a la mujer y a la amante. Tu mirada, de la que yo no podía ni quería deshacerme, aguantó la mía uno o dos segundos, y luego continuaste adelante. El corazón me latía con fuerza, me vi obligada a ralentizar el paso y, cuando me di la vuelta por un impulso que no se dejaba reprimir, vi que te habías detenido a mirarme. Y por la forma en que me observabas, una mezcla de curiosidad e interés, lo supe enseguida: no me habías reconocido. 
No me reconociste, ni entonces ni en ningún otro momento, nunca me has reconocido. 

Ahora sí, ahora ya entiendo que la cara de una chica, de una mujer, resulta terriblemente cambiante para un hombre, porque no suele ser sino el reflejo de una pasión o de una ingenuidad o de una fatiga, que se borra tan fácilmente como la imagen de un espejo. Y un hombre puede olvidar rápidamente el rostro de una mujer, porque la edad que en ella se refleja cambia según si hay sol o sombra y según la forma de vestirse de un día para otro.

No me reconociste entonces. Y cuando dos días más tarde tu mirada me envolvió con una cierta familiaridad al volver a encontrarnos, no reconociste en mí a aquella niña que te había querido y a la que habías hecho despertar, sino sólo a la hermosa joven de dieciocho años que se había cruzado en tu camino dos días antes en ese mismo lugar. Me miraste agradablemente sorprendido, se te escapó una leve sonrisa. Volviste a pasar de largo pero retrocediste enseguida: yo temblaba, estaba exultante de alegría, rogaba que me hablases. Noté que estaba viva para ti por primera vez y ralenticé el paso, no te evité. De repente te sentí justo detrás de mí sin necesidad de darme la vuelta y supe que, por primera vez, escucharía tu adorable voz dirigida hacia mí. La expectativa era paralizante, creí que iba a tener que detenerme de tantos martillazos que me daba el corazón, y entonces apareciste a mi lado. Me hablaste como lo haces tú normalmente, de manera desenfadada y alegre, como si fuéramos amigos desde hacía años -ay, y no tenías la más mínima idea de mí, nunca fuiste consciente de lo que había sido mi vida-. Me hablaste de forma tan seductora y natural, que hasta fui capaz de responderte. Caminamos juntos hasta el final de la calle. Me preguntaste si quería que fuésemos a cenar juntos y acepté. ¿Me habría atrevido yo a negarte algo?   >>

No hay comentarios:

Publicar un comentario