«10, 11, 12,…», en susurros contaba
una por una las brillantes perlas que se habían esparcido por el suelo.
La chica acababa de entrar en el
salón de su casa y agradeció que no quedase nadie allí. Se asustó en un
principio al encontrarse aquel panorama en la estancia, todo estaba patas
arriba, parecía como si se las hubiesen tenido que ver con un terremoto. Las
sillas estaban tiradas a unos metros de distancia de la mesa del comedor. Unas
cuantas prendas de ropa estaban arrugadas sobre el sofá. Un vaso permanecía
roto en un rincón, hecho trizas sobre una mancha de vino tinto. El marco con la
foto de familia descansaba en el suelo, boca abajo. Pero todo eso a ella no le importaba,
había tiempo de sobra para recoger aquel caos, era el collar de perlas lo que
la había llevado hasta allí. Desde la cocina, oyó cómo, al otro lado de la
pared, el precioso y caro collar se rompió y se deslizó por el cuello de su
madre, cayendo todas las perlas en un abrir y cerrar de ojos, recorriendo, cada
una por separado, los rincones más estrechos de la habitación.
La muchacha, sin pensárselo dos
veces, se puso de rodillas y comenzó su búsqueda. Había encontrado quince en
total y, aunque sabía que no eran todas las que conformaban el collar, estaba
segura de que unas pocas costaban un dineral y si su madre, después de tantos
años aguantando el desprecio y la violencia, acababa de tener el valor para marcharse
sin mirar atrás, ella también podría.
Metió todas las perlas en una
pequeña bolsita negra de cuero que concluyó que llevaría consigo todo el tiempo
y se levantó rápidamente dispuesta a salir corriendo de allí. Su padre estaría
emborrachándose en algún bar y no le gustaría estar en la misma habitación que
él cuando llegase. Su madre no volvería, eso era algo que no le había costado
comprender cuando ésta se había levantado del sofá al que minutos antes la
había empujado su marido y, con decisión y mucho valor, cogió las llaves del
coche y desapareció por la puerta principal.
Era un día de invierno y la lluvia
acababa de comenzar, así que cogió su abrigo negro favorito del armario y se lo
puso sobre el traje color salmón que él le había regalado. Eso era lo único que
se llevaría de su antigua vida.
Salió a las siete y cuarto de la
tarde, tenía que estar en la dirección que concretaron semanas atrás a las ocho,
esa era la hora a la que habían quedado, el momento en el que los dos
escaparían para comenzar de nuevo.
Cogió su bolso, sus perlas y el
metro de las siete y media.
Llegó a su destino diez minutos antes de lo
previsto.
Se sentó en una parada de autobús
que tenía marquesina, llovía a cántaros y, aunque la lluvia no le desagradaba
del todo, esta vez quería estar presentable.
Desde donde estaba podía ver la
carretera. Las luces de los faros de algunos de los coches la cegaban, así que
la mayoría de las veces acababa fijando su vista en el suelo. Comprobaba el
móvil a cada momento, con la excusa de mirar la hora, pero en realidad quería
cerciorarse de no encontrar en él algún mensaje o llamada.
El viento empezaba
a hacer de las suyas y la chica se colocaba y alisaba el vestido continuamente,
aunque esa era una manía que había adquirido por culpa de su continuo estado de
nerviosismo.
Los minutos pasaban y las horas
también, nunca el tiempo había transcurrido tan despacio.
Se preguntaba qué se dirían cuando
se viesen, el día anterior no habían hablado y la última vez que lo hicieron
había sido para discutir, pero tenían planeado escapar desde hacía mucho tiempo
y creía imposible que una disputa fuese a acabar con todo de la noche a la
mañana.
Ella le quería y él juró mil veces
que la amaba.
Horas más tare vio un BMW negro a lo
lejos y su corazón dio un vuelco, la fuerte lluvia y la oscuridad de la noche
no le dejaban ver con exactitud al conductor. Así que, aún con dudas pero con
una cierta felicidad que no podía reprimir, se levantó de un salto y caminó
hacia el bordillo de la acera, mojarse ya no suponía un problema en esos
momentos, sólo quería que él la viese.
Pero no paró, el coche siguió su
camino, con prisas, deseoso de llegar a su destino y cuando pasó por su lado vio
que no era él, se equivocó, no había acudido a la cita. Y por extraño que pudiese
parecer, no le sorprendía, sin embargo, la decepción iba haciéndose cada vez mayor.
Dio media vuelta y volvió a sentarse
en la parada. Miraba fijamente al frente. Con la mano izquierda apretaba la
bolsa que cargaba desde por la mañana. Unas gotas de lluvia corrían lentamente
por su mejilla, mezclándose con sus lágrimas.
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