31 DE OCTUBRE.
No tenía que
estar ahí en ese momento.
No tenía que
haberle hecho caso a los estúpidos de sus compañeros.
No tenía que
haber entrado.
No hoy, el
31 de octubre.
No a esas
horas de la noche, cuando la Luna se sitúa en su punto más alto y la oscuridad
lo inunda todo.
Le tenía
miedo a la oscuridad y, sin embargo, ahí estaba, aventurándose a lo desconocido
en plena noche.
“Eso debería
de ser suficiente para ellos”, se quejó el chico varias veces en su cabeza. Pero
no sirvió de nada.
Había miles
y miles de historias de miedo que recorrían el pueblo a través de las bocas de
cada uno de sus habitantes pero, sin duda, había una vieja leyenda en especial que
hacía estremecerse a cualquier niño. Se decía que en esas remotas tierras
vivían, desde hacía cientos de generaciones, una familia de brujas que actualmente se mantenían bien escondidas bajo la ordinaria apariencia de abuelas, madres e
hijas.
Al parecer, las odiadas e incomprendidas brujas cometieron un crimen muchísimos
años atrás: asesinaron a todo aquel que quiso, sin éxito, atraparlas, encadenarlas a la
tortura y a la exhibición. Pero, a cambio, ellas se resistieron y maldijeron a los
habitantes del pueblo, condenando a los hombres a ser pecadores de nacimiento y a las
mujeres a sufrir.
Nadie creía
ya en esas historias, simplemente eran cuentos que se usaban para asustar a los
niños y mandarlos rápido a dormir. Sin embargo, desde hacía un tiempo, cada noche del 31 de octubre, desaparecía del pueblo un
niño de entre diez y trece años. Al principio se pensaba que los
niños simplemente habían huido, que se habían fugado a la gran ciudad, hartos de la
sensación de asfixia que les producía aquel desastroso y chismoso pueblo pero, cuando las desapariciones se convirtieron en
algo habitual, alguien les echó la culpa a las brujas y, por más extraño que
pareciese, todos le dieron la razón.
A partir de entonces fue cuando comenzó,
como era de esperar, la histeria colectiva entre los habitantes. “Viven a sus anchas
entre nosotros, podría ser cualquiera, podría ser nuestra vecina de toda la
vida”, decían rabiosos. Y así, poco a poco, fueron creciendo el miedo y las acusaciones entre ellos. Se servían de cualquier cosa que les pareciera anormal, por pequeña que esta fuese, para culpar a su vecina, a
su mejor amiga e incluso a la hermana del sacerdote.
Todos se vigilaban y todos
conocían los pecados de los demás.
Todos asumían que eran mujeres, las brujas,
las que eran culpables de todo el sufrimiento del pueblo.
La mañana de
ese 31 de octubre, Bill había salido de la escuela aterrorizado y preguntándose
una y otra vez por qué fue tan estúpido como para aceptar el reto.
Sus
compañeros se reían siempre de él. Era el chico de catorce años más débil y
asustadizo de la clase, por esa razón, Adam -quien aún tenía un año menos
que él-, siempre conseguía humillarle delante de los demás. Ese día Bill estaba
cansado de sus burlas y, sacando el valor que nunca imaginó tener,
decidió plantarle cara a su abusador.
“Al parecer
el chico tiene agallas”, decía riéndose a carcajadas, haciendo reír al resto. “Si
tan valiente crees que eres para hablarme de esa forma, te desafío”.
“Yo… Yo… No
quería…”, a Bill no le salían las palabras en ese momento, le asustaba lo que
Adam pudiese hacer.
“Yo… Yo… Yo”,
se burlaba él. “Si logras hacer lo que te voy a pedir, dejaré de meterme
contigo para siempre”, sentenció.
“Está bien,
lo haré”, dijo convencido.
Que Adam no le volviese a molestar era una
sugerencia muy tentadora.
“Muy bien”,
se quedó pensando unos segundos. “Quiero que entres esta noche, a las doce, en
el laberinto”.
“Trato hecho.
A las doce estaré ahí” y, dicho esto, se dio media vuelta y se alejó con paso
lento y seguro hacia su casa, aparentando que lo que acababa de hacer no le
importaba en absoluto.
El laberinto, situado a las afueras del pueblo, era un enorme y lúgubre camino hacia la libertad que muy pocos se atrevían a pisar.
Si se atravesaba la salida norte, se llegaba a una carretera que conducía a la gran ciudad pero, hasta el momento, nadie había conseguido atravesarlo.
Se rumoreaba que entre sus paredes de hojas y flores secas se reunían las brujas después del anochecer, rumores que aumentaban cada vez que se oían ruidos
siniestros y pequeñas risitas procedentes del interior.
En un par de ocasiones los hombres del pueblo se adentraron en el laberinto, pero nunca veían nada. Esto
tranquilizaba un poco a Bill, una parte de él se convencía de que todo eran
fantasías, pero otra, la que había escuchado esas risas con sus propios oídos, no albergaba ninguna esperanza.
“Piensa en
alguna canción alegre”, se dijo el muchacho mientras atravesaba la entrada del laberinto con una vela encendida y las piernas temblorosas.
En su cabeza
comenzó a tararear algo que no se parecía a ninguna canción que hubiese
escuchado, el miedo que estaba empezando a sentir le producía escalofríos y le hacía perder la concentración, así que se rindió. “De todas formas, eso de cantar es
una tontería”, se intentó convencer a sí mismo.
Mientras más
avanzaba, más angustiado se sentía, la oscuridad de la medianoche le impedía ver gran parte del camino y, acababa de caer en que no había dejado pistas que luego le indicasen el camino de vuelta, cuando oyó el inconfundible sonido de unas pisadas. Eran unas pisadas fuertes y rápidas, como si alguien estuviese corriendo en
círculos. Y entonces lo oyó, esas risitas que conocía tan bien, pero ahora eran
más fuertes y se escuchaban a la perfección. Se quedó quieto un momento, agudizando el oído y pudo distinguir que pertenecían a
varias personas, concretamente a tres niñas. Se estremeció. No quería seguir
adelante, pero hizo un trato y lo que menos le apetecía era quedar otra vez como un cobarde.
Además, pensándolo bien, el ya tenía catorce años y las brujas solo se llevaban a niños que, como máximo, habían cumplido los trece. Suspiró aliviado tras pensar en ello, así
que siguió su camino. Mientras más cerca se encontraba del centro del laberinto, más
calor hacía y más ruidos oía.
Y fue justo en ese momento, al rodear una de las paredes, cuando se quedó paralizado.
La escena que podía observar delante de él era como una visión, si no le hubiese dolido al pellizcarse habría creído que tan solo era un mal sueño. Las mujeres de la familia Skelton se
encontraban justo ahí, de pie, formando un círculo alrededor de un enorme caldero. La abuela, las hijas e incluso las nietas que solo tenían seis años.
Nunca se habría imaginado que fuesen ellas. Estaban pronunciando un montón de
frases en un idioma completamente extraño para Bill, tenían bastones que golpeaban
contra el suelo, formando una melodía y vestían todas unos trajes de color negro azabache.
Cuando por fin pudo reaccionar, decidió darse la vuelta y salir cuanto antes de ahí, pero la vela se tambaleó en sus manos y cayó. Como si estuvieran sincronizadas, ellas giraron
la cabeza en su dirección y en lo único que pudo fijarse Bill fue en el caldero que reposaba sobre
el fuego. Dentro estaba, flotando, la cabeza de un niño de pelo corto y rubio. Adam.