MARTES TRECE.
Abrió la puerta de la sala número seis y cruzó el pequeño
pasillo con paso ligero, las luces ya estaban apagadas y la oscuridad lo inundaba
todo. Hacía varios minutos que la película había empezado, era la primera vez
que llegaba tarde al cine. Subió las escaleras intentando pasar desapercibida,
al menos sabía que su asiento estaba en la última fila, prácticamente vacía a
excepción de una sola persona, así no interrumpiría a nadie.
Se sentó y dejó su bolso en el asiento libre de su
izquierda, a la derecha, un hombre corpulento le sonreía a modo de saludo. Ella
le devolvió la sonrisa y fijó su vista en la pantalla, respirando hondo,
pausadamente y sentándose tan cómoda como esa butaca le permitía.
El olor de las palomitas, que impregnaba la sala y
sus fosas nasales, le hizo recordar que tenía hambre, hacía mucho que no
probaba bocado. Era martes trece, un día lleno de supersticiones y para ella
había sido un día de locos.
Su gato negro había desaparecido de la noche a la mañana, él
nunca se escapaba y, de alguna inexplicable forma, consiguió salir de un sexto
piso completamente cerrado, ¿cómo estaría? ¿A dónde habría ido? ¿Volvería a
verlo alguna vez? Esperaba que sí, con todas sus fuerzas.
Como si la huida de su gato no fuese suficiente, esa misma
mañana su mejor amiga y ella discutieron después de que ésta descubriese su
secreto mejor guardado. Y, además, en medio de la discusión, con el calor y los
nervios, le había confesado por fin que la quería, que llevaba años enamorada
de ella. ¿Cómo podría mirarla a la cara a partir de ahora? Y los más importante…
¿Volvería ella a dirigirle la palabra?
Sin duda, su suerte nunca mejoraba y, visto lo visto, nunca
lo haría.
Por el rabillo del ojo pudo ver cómo el hombre sentado a su
lado la observaba desde hacía tiempo. Quedaba bastante claro que la película no le estaba gustando.
Movió lentamente su mano por el reposabrazos hasta rozar la de la chica,
deteniéndose ahí. La hacía sentir incómoda. Ella bajó la vista hacia su mano y
luego le miró a él. Sonreía con picardía. Su bigote era horrendo.
—Tienes unas piernas
preciosas —susurró mientras miraba sus muslos en la oscuridad. —Por la forma en que mirabas antes la comida del tío de delante
diría que tienes hambre, si te apetece podemos ir al restaurante italiano de la
esquina cuando termine la película, ¿qué opinas?
Ella lo miró de
arriba abajo. Después de varios segundos en silencio le contestó.
—Opino que tienes
razón en una cosa. Estoy hambrienta. —Puso su mano sobre la de él, agarrándola
suavemente. —Pero no necesito ir a ningún italiano, tengo la comida que quiero
justo frente a mí.
Su sonrisa se
esfumó y el desconcierto reflejado en su rostro dejó paso a una profunda
expresión de terror cuando vislumbró el brillo en los colmillos de la chica,
quien, en un abrir y cerrar de ojos, se abalanzó sobre él. Por más que lo
intentó no pudo huir del agarre de su mano y ella, impaciente, hundió sus
colmillos en su cuello.
Tras dejarle
literalmente seco, se mudó a la fila delantera y, procurando ser silenciosa,
continuó con su cena.
De las quince
personas que pagaron su entrada para la sesión de medianoche, sólo salieron
once de la sala.
La chica se
limpió los restos de sangre que corrían por la comisura de sus labios y se
marchó del cine feliz por primera vez en el día. No podría volver allí hasta
dentro de unos cuantos meses, cuando llegara a casa tendría que buscar otro
lugar para su próxima comida. Era una pena, en su opinión, los cines son el
mejor lugar donde comer sin molestias.